Los jardines de Bombín
Por Cristian Cisternas Cruz
Una breve sentencia latina, “memento
mori”, se lee entre infinitas escenas que dan forma a un rostro, ya sea
débilmente insinuado o quizá soñado. El grabado pertenece a un extraño caricaturista del delirio, como lo
fue El Bosco, hijo ilustre de Brueghel, El viejo. Es deseo de quien está enfrente explorar, a manera de cartógrafo ebrio, diversas zoologías fantásticas o retirarse al desprecio,
tras la angustiante fontanería interminable. Kafka está en este entramado
fatal, lo acusa la desenfadada relojería y unos muros liminares. Acá, escaleras cuelgan. Más allá, un arquero sin
memoria parece tañir una lira desde el vientre. Su autor es Carlos Freire, quien firmó como “Bombín” y abandonó
Concepción en ruta a los Estados Unidos. No sabemos los porvenires de su empresa
norteamericana, aunque sí conocemos el elogio con que Eduardo Meissner lo
describió: “la línea pura y sintética en
ocasiones, organizada en redes y mapas retorcidas y apretadas en otras, al
servicio siempre de una proyección expresiva específica, articula y plasma en
imágenes atrabiliarias, barrocas, plenas de innegable comicidad, escenas de
situaciones y sucesos del presente y del pasado”.
Como en el delirio o en la
locura vuelta loca, los tiempos no dan
tiempo a lo eterno y se esfuman sobre nubes que se vuelven nuevas presencias.
En sus días, fue comparado con Oski, el maestro de “Comentarios a las tablas
médicas de Salerno”, aquella escuela medieval que, como Bombín, tuvo influencias
de todos los mundos y de todas las líneas del jardín edénico.
(fotografía restaurada por El fantasma)
(fotografía restaurada por El fantasma)
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